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10 desembre 2010

Feminicidios en Juárez: la vertiente esotérica

Filed under: Violencia contra la mujer — anpoto @ 20:20 pm

 

Santiago Gallur Santorum* / Cuarta parte  | A pesar de los continuos asesinatos de mujeres, el gran teatro montado por la policía seguía activo: mientras se iban desmoronando las pruebas falsas fabricadas en contra de algunos de los inculpados, se estaban creando otras para reducir momentáneamente las presiones.  

En 2001, en un intento por lavar la imagen de la policía, los funcionarios de Chihuahua difundieron un video en las emisoras de televisión nacionales y le entregaron otro a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos; en él, el Cerillo y la Foca confesaban los crímenes. El problema fue que la cinta resultó ser un montaje, con dobles de los inculpados, en el que las mujeres de ambos negaron que los torsos que se mostraban sin señales de torturas fueran los de sus maridos (no se veía en ningún momento el rostro de los acusados). Después de que se descubrió la trampa, el video desapareció de circulación. Así, en febrero de 2003, y como si de un aviso se tratara, la Policía Judicial del estado asesinó a Mario César Escobedo Anaya, abogado de Gustavo González Meza, la Foca, al confundirlo (supuestamente) con Francisco Estrada, un criminal buscado por la policía. Un año más tarde, González Meza murió en la cárcel de Chihuahua por una sencilla operación de hernia (Washington, Cosecha de mujeres, páginas 145, 146). El Cerillo fue absuelto de todos los cargos el 15 de julio de 2005 (Villalpando, La Jornada, “Otorgan el auto de libertad al Cerillo”). El 3 de marzo de 1999, Abdel Latif Sharif fue presentado ante los tribunales que lo condenaron a 30 años de prisión por el asesinato de Elizabeth Castro García. Apeló y, aunque su condena fue suspendida, permaneció en la cárcel a la espera de un segundo proceso. En febrero de 2003, 10 años después de que comenzaran a registrarse los feminicidios en Juárez, Sharif obtuvo una reducción de condena a 20 años (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 107, 114). El 2 de junio de 2006, murió Abdel Latif Sharif Sharif por un infarto de miocardio en la cárcel estatal de Aquiles Serdán (Villalpando, La Jornada, “Murió el Egipcio”).

Rituales de unión

Entre algunos sectores de México está arraigado el culto a la santa muerte. Se trata de un rito satánico que refleja un fenómeno contemporáneo con tradiciones antiguas: el santoral católico con la santería, el vudú y otras creencias más modernas. En ese tipo de rituales satánicos se cruzarían contenidos provenientes del satanismo: lo sacrificial y lo dañino a partir de invocar fuerzas negativas. Esto sugiere una especie de parte esotérica en determinadas conductas criminales caracterizadas por su gran violencia e impunidad. Es más, precisamente a partir de este culto se establecerían lazos o pactos de sangre y silencio, de los cuales depende esencialmente el “buen” funcionamiento de las organizaciones criminales que buscan con ello impunidad permanente (González, Huesos en el desierto, página 68).

Así, en 1998, se detuvo a Daniel Arizmendi López, criminal que reveló la existencia de una compleja red de una de las bandas de secuestradores más crueles del país, cuyos miembros cortaban una oreja a sus víctimas. Lo más destacado es que, en su refugio, tenía un altar de adoración a la santa muerte, en el que las plegarias formaban parte de su modus operandi para llevar a cabo los delitos. Al año siguiente, el 3 de febrero de 1999, fue asesinado en un tiroteo José Francisco Sánchez Naves, primer comandante de la Procuraduría General de la República (PGR), antiguo subdelegado de la Policía Judicial Federal en Sinaloa, Oaxaca, Nuevo León, Distrito Federal, Sonora y Chihuahua (precisamente fue en este estado, en la primera mitad de la década de 1990, donde estuvo en su esplendor el cártel de Juárez). Después de su muerte, trascendió que Sánchez Naves trabajaba también para el cártel de Juárez y que además era adepto a la santa muerte. Asimismo, salió a la luz que Amado Carrillo Fuentes, jefe del cártel de Juárez, era asiduo a los santeros y santeras en sus viajes a Cuba. Pero lo que llama la atención es que más cárteles eran adeptos a la santa muerte. Es más, en abril de 2001, las autoridades federales descubrieron, en la mansión que Gilberto García Mena, uno de los jefes del cártel del Golfo, poseía en Guardados de Abajo (un pueblo del estado de Tamaulipas), una choza que funcionaba como capilla de la santa muerte. Ahí se rezaba a un esqueleto rodeado de velas, vestido con ropaje talar y aura divina, para buscar poder y protección (González, Huesos en el desierto, páginas 72, 73).

La hipótesis del vínculo entre el satanismo y narcotráfico es tan evidente que, incluso, el propio estado es consciente de esta relación. En noviembre de 1998, Víctor Manuel Soto Camacho, vicepresidente de la Comisión de Seguridad Pública de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, reveló detalles sobre las conexiones, estructura, lenguaje, usos y costumbres del crimen organizado en la ciudad de México. Según afirmó, éste era protegido por mandos policiales medios; había una unión entre policía y delincuentes a través de rituales de iniciación, que consistían fundamentalmente en cometer algún delito o incluso participar en ceremonias de tipo narcosatánico, en las que se consumían drogas. Es más, según fuentes anónimas que pertenecieron a la Policía Judicial Federal (PJF), existe una hermandad del crimen entre policías y delincuentes, cuyo núcleo es la creencia en la santa muerte (González, Huesos en el desierto, páginas 74, 75).

La tabla
Mientras el vínculo entre satanismo y narcotráfico empezaba a ser conocido, los feminicidios de Ciudad Juárez aportaban pistas que interrelacionaban ambas actividades. En marzo de 1996, desapareció, en Ciudad Juárez, María Guadalupe. Sus familiares y amigos la buscaron por días en Lomas de Poleo, un terreno semidesértico a las afueras de la ciudad. Descubrieron una cabaña de madera en medio del desierto. Afuera de ésta, encontraron velas negras y rojas, y una tabla, de unos 2 metros de alto por 1.5 de ancho, llena de dibujos detallistas. Rosa Isela Pérez, periodista del diario El Norte, que pudo examinarla, detalla:
  

“… En el centro de una de sus caras, la tabla tenía el dibujo de un escorpión (símbolo de los narcotraficantes) y en uno de los lados de éste se encontraba la figura de tres mujeres desnudas, de cabello largo, sentadas en bancos con la mirada hacia el escorpión. Debajo se hallaba la figura de una mujer sin ropa, recostada y maniatada. Tenía una expresión de tristeza, los ojos cerrados (…) Encima del escorpión, hacia su lado derecho, había cinco o seis soldados dibujados de pie, detrás de unas matas que semejaban marihuana. En la parte baja de la tabla, había trazos similares y entre sus hojas se asomaban los rostros encapuchados de cuatro hombres. En la parte alta de la tabla, había un signo de baraja, un As de Espadas. En el anverso de la tabla, en su centro, mostraba a dos mujeres recostadas, desnudas, las piernas flexionadas y abiertas (…) En la parte superior, estaba el signo de un As de Tréboles y el medio cuerpo de dos mujeres desnudas que parecían sonreír. Todas las mujeres tenían el cabello largo; sus respectivos rostros mostraban rasgos finos. La parte baja de la tabla tenía manchas de cera negra y roja. Allí, se habían grabado números y letras que parecían referir a las placas de tres vehículos. A media tabla del anverso, se encontraba también el dibujo de un (pandillero narcomenudista) con gabardina y sombrero”. Además, el interior de la cabaña presentaba un escenario muy parecido: huellas labiales en las paredes, cera negra en el piso, ropa femenina y manchas, aparentemente de sangre fresca (González, Huesos en el desierto, páginas 74, 75).Al día siguiente, agentes de la Policía Judicial de Chihuahua exigieron a los voluntarios que habían encontrado la tabla que se la entregaran. A pesar de que éstos se negaron, se la dieron a Victoria Caraveo, coordinadora de organizaciones civiles de Ciudad Juárez, que la mandó a la Subprocuraduría de la zona Norte del estado. Al poco tiempo, las autoridades dirían que la tabla había sido enviada “a otra ciudad” para analizarla. Hasta ahora, el paradero de esta prueba esencial es desconocido; es como si nunca existiese (González, Huesos en el desierto, página 75).

El poder del cártel de Juárez
Es necesario entender que esta organización es el mayor poder económico que existe en la ciudad fronteriza y, por lo tanto, la mayor fuerza de influencia y corrupción política (Organización de las Naciones Unidas, Informe sobre la misión en Ciudad Juárez), es decir que cualquier acción que perjudique a dicha organización, sea en el contexto que sea, será evitada por una extensa red de personas muy poderosas que están dentro del ámbito económico y político de la ciudad, del estado de Chihuahua y del propio país.

El 3 de junio de 2001, Isabel Arvide publicó en Milenio (a partir de fuentes militares de inteligencia) la complicidad y la red de protección a narcotraficantes en el estado de Chihuahua por parte de políticos y del poder empresarial. Entre todos los nombres, destacan los de Jesús José Solís Silva, el Chito, coordinador del Consejo Estatal de Seguridad Pública en Chihuahua; Crispín Borunda; Raúl Muñoz Talavera, hermano del narcotraficante Rafael Muñoz Talavera; Dante Poggio, exagente de la PJF, y Osvaldo Rodríguez Borunda, dueño de El Diario de Chihuahua y El Diario de Juárez. A su vez, todos ellos eran vecinos y amigos del gobernador Patricio Martínez. Curiosamente, ningún medio de comunicación rebatió estas informaciones, excepto los de Rodríguez Borunda, que presentaron una demanda contra Isabel Arvide por difamación. La periodista, después de ser arrestada, presentó ante el juez una copia de una orden de aprehensión federal de 1994, por contrabando, contra dicho empresario (González, Huesos en el desierto, páginas 246, 247).

El 7 de enero de 2002, Jesús José Solís Silva, el Chito, vinculado en el pasado con la mafia y el narcotráfico juarense, era nombrado nuevo procurador de Chihuahua. Un año antes, se realizó un decomiso de 2 toneladas de cocaína en una bodega de Ciudad Juárez. El jefe de los narcotraficantes pidió a los agentes federales que avisaran al dueño de la droga, su hermano el Chito. El que era nombrado nuevo subdirector operativo de la Policía Judicial del Estado de Chihuahua (y mano derecha del Chito), Vicente González García, había sido también hombre de confianza del exjefe de ese mismo cuerpo, Elías Ramírez, acusado de ser protector del narcotráfico de la zona, además de ser íntimo del también corrupto subprocurador federal, Javier Coello Trejo. Casi un mes después, el 1 de febrero de 2002, Jorge Campos Murillo, subprocurador federal, declaró al diario Reforma que “la PGR solicitó al FBI (Oficina Federal de Investigación) la información de las investigaciones que ha efectuado desde 1998 en torno a los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez”. Sin embargo, al final de su declaración, aseguraba que comenzaría a investigar a los hijos de familias destacadas de Ciudad Juárez (narcojuniors). Una semana después de estas declaraciones, Campos Murillo dejaba sospechosamente la Subprocuraduría (González, Huesos en el desierto, páginas 247-249).

*Doctorante en historia contemporánea por la Universidad de Santiago de Compostela, España

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