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12 febrer 2012

Posibilidades monetarias para una Europa post-Euro

Filed under: Economía,Sociedad — anpoto @ 2:24 am


By Samuel Gregg ¶ La crisis de la eurozona es una oportunidad de Europa para explorar nuevas opciones monetarias que desafíen la hasta ahora dominante visión del futuro económico de la Unión Europea.

 

A pesar de los intentos cada vez más frenéticos de los gobiernos y bancos centrales por resolver la crisis de deuda de la eurozona, nunca en su historia estuvo el proyecto de la moneda común –el Euro– tan cerca del colapso, como durante estos últimos meses. Los organismos de control nacionales de los servicios financieros, en toda la zona euro, han advertido a los bancos privados que desarrollaran planes de contingencia ante la posible salida de varios países de la moneda común. Varias entidades bancarias han desarrollado estudios sobre los posibles efectos de una eventual salida de los países de la UE de la moneda común y retorno a las respectivas monedas nacionales. En los mercados financieros, la evolución en el rendimiento de bonos de los países de la eurozona desde octubre pasado, ha aumentado las dudas de los inversores acerca de la voluntad –e incluso la capacidad– de los líderes políticos por preservar la moneda común.

Para gran parte de la clase política europea, la reducción o implosión de la eurozona representaría un severo revés para su particular visión de la unificación europea. Algunos líderes de gobierno, como el francés Nicolás Sarkozy, en consecuencia, están presionando para que el Banco Central Europeo realice una masiva intervención en el mercado de bonos. Otros, especialmente la alemana Angela Merkel, apoyan una estrategia con implicancias de mayor alcance: renegociar el Tratado de la Unión Europea de modo que se pueda lograr una gobernanza fiscal común. Esto exigiría una significativa disminución de la soberanía de los miembros de la eurozona.

No obstante, si lo aparentemente impensable sucede y la moneda común, tal como la conocemos actualmente, llega a su fin, los gobiernos europeos tendrían una oportunidad única para reconsiderar qué tipo de orden monetario que quieren adoptar. Sin embargo, esto exigiría ampliar la gama de opciones políticas acerca del futuro de Europa que están dispuestos a contemplar.

Uno de estos escenarios es una división monetaria dentro de la UE de tres tramos, que refleje los diferentes compromisos y prioridades económicas de los diferentes países. Alemania y los miembros de la eurozona con mayor responsabilidad fiscal, como Austria, Finlandia, Holanda, podrían decidir que sólo ellos sean los que deban seguir la disciplina monetaria y fiscal necesarias para mantener la moneda común.

Junto a este bloque habría otros dos grupos. Uno podría estar integrado por los países que se han mantenido al margen de la actual unión monetaria de la zona Euro, y esto debido a sus reservas respecto de las amenazas del Euro para la soberanía nacional. En este grupo estarían los países como Gran Bretaña, Suecia y Dinamarca. Otro grupo, finalmente, estaría constituido por países de la UE como Grecia, Portugal e Italia que son incapaces o que no quieren adoptar la disciplina necesaria en política monetaria y fiscal que exige la integración en la moneda común; estos países se encontrarían fuera del Euro y reintroduciendo sus respectivas monedas nacionales.

Una opción de política monetaria más radical para una Unión Europea post-Euro podría ser la libre competencia entre monedas. Esto ya fue alguna vez propuesto por la primera ministra Margaret Thatcher, precisamente como alternativa al sistema actual de moneda común. Las propuestas actuales sobre competencia entre monedas, como la que presentaron Philip Booth y Alberto Mingardi, involucra a las autoridades monetarias de distintos países, autorizando el uso de distintas monedas junto con el Euro en entornos domésticos distintos del propio[1]. La libre elección de los consumidores antes que la soberanía estatal determinaría, en última instancia, cuáles son las monedas que se impondrían.

Todavía otra opción podría ser la adopción de lo que podría llamarse “patrón oro europeo”. En la los años cincuenta y sesenta, el economista alemán Wilhelm Röpke sostuvo que la unión monetaria europea se podría producir mediante el acuerdo entre grupos de países que se adhirieran a un sistema de patrón oro, tal y como sucedió de modo espontáneo en el siglo XIX, mediante una serie de decisiones unilaterales de países particulares. Una vez que esto sucediera, los países adherentes a este sistema de patrón oro deberían alertar a todos los miembros respecto de la necesidad de mantener la disciplina monetaria, así como la libertad y estabilidad en los mercados de comercio exterior. Los países que no pudieran adaptarse a estas reglas de juego no serían admitidos al club europeo del patrón oro. Aquellos que hubieran fallado en su capacidad de regirse según las leyes del club deberían ser expulsados. No existiría la regla del “una vez dentro, imposible salir”.

Existen precedentes europeos para este tipo de unión monetaria. En el año 1865, por ejemplo, Italia, Suiza, Bélgica y Francia acordaron anclar sus monedas a un sistema particular de referencia basado en el oro y la plata; y permitieron que existiera un libre intercambio de monedas. Otros países como Rumania, San Marino, Grecia, España y Serbia se unieron gradualmente a este grupo para formar lo que se hizo conocido como la Latin Monetary Union (Unión Monetaria Latina) o LMU, por sus siglas en inglés. A lo largo del tiempo, la LMU se movió hacia un sistema de patrón oro de facto, dado que la plata cayó en desuso. La LMU, del mismo modo que el sistema internacional de patrón oro, eventualmente colapsó como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, aunque formalmente permaneció vigente hasta el año 1927. Es interesante señalar que Grecia fue expulsada de la LMU en 1908 por adulterar la composición de oro de su moneda.

No hace falta decir que ninguna de las opciones monetarias presentadas anteriormente es susceptible de recibir el apoyo entusiasta de las autoridades políticas europeas actuales. En parte, esto refleja la conciencia respecto de los inconvenientes específicos de cada una de estas opciones en particular. No existe algo así como un sistema monetario perfecto. Por ejemplo, la virtualidad del patrón oro de actuar como un mecanismo de regulación monetaria estable, tradicionalmente se ha visto amenazada por la lentitud con la que la oferta de oro se adapta a los cambios reales en la demanda. En términos políticos, estas opciones exigen además una disciplina por parte de los gobiernos que no ayuda necesariamente a sus posibilidades de reelección.

Sin embargo, una razón más importante de largo plazo para la resistencia política a adoptar cualquiera de estos escenarios post-euro reside en que cada uno de ellas implicaría que el fin de los días para la posibilidad de que los políticos europeos utilizaran los procesos de armonización monetaria y fiscal como un vehículo para consolidar la ampliación continental de la integración política, mediante un proceso jerárquico “top-down” –de arriba hacia abajo–. Eso obligaría a una reflexión significativa acerca del sentido y del carácter de la integración europea.

Aquí vemos cómo la falta de imaginación política acerca del futuro de la Unión Europea por parte de la mayoría de la clase política limita la capacidad de imaginación creativa en materia económica, cuando se trata de las posibilidades monetarias europeas. Todas las medidas fiscales actuales de gobierno que han sido propuestas por los líderes de gobierno –como las de la canciller Merkel– dan por hecho que la respuesta más apropiada para la presente crisis monetaria reside en la centralización de la política fiscal.

En un sentido, se trata de la respuesta correcta, si lo que los líderes europeos quieren es una política monetaria común gestionada por un banco central, que se aplique a economías tan dispares como la germana y la griega. Esto supone, sin embargo, que la integración política y económica debe implicar la centralización gradual de las políticas monetarias y fiscales gestionadas por instituciones europeas supranacionales que, por definición, erosionan la soberanía nacional en aras de la armonización.

Pero uno puede preguntarse si esto debe ser siempre así. Ciertamente, existen buenas razones para una integración política y económica gradual de los países europeos. Resulta sencillo rechazar la insistencia de algunos políticos europeos de que una ruptura de la eurozona eventualmente conduciría a la guerra como infundada y alarmista. En rigor, es el modo que tienen los dirigistas convencidos para no elaborar respuestas más sustanciales sobre las cuestiones críticas de fondo que amenazan el destino de la UE. No obstante, es preciso no olvidar que el desarrollo moderno del Estado-nación no ha demostrado ser una bendición absoluta. Cuando se mezcla con fuerzas como el fascismo, el nacionalismo y el comunismo, el modelo de Estado-nación ha demostrado ser un medio potente para la opresión, por no hablar de la agresión violenta contra otros europeos.

Lograr una integración de los Estado-nación a través de la adopción gradual de un estado europeo supranacional centralizado trae consigo todos los inconvenientes típicos de la centralización política y económica pero a mayor escala; por mencionar uno de los más importantes: la probabilidad de una constante disminución de la libertad política y económica. No mucho antes de su muerte, en el año 1966, Röpke sostuvo que esta sería el sendero lógico de cualquier entidad europea que intentara una política monetaria centralizada y que pretendiera implementar una gobernanza fiscal de arriba hacia abajo (top-down).

Pero Röpke también tuvo una opinión desfavorable de esas políticas porque consideró que las sucesivas tendencias centralizadoras de Europa tendrían profundos efectos negativos sobre el genuino pluralismo representado por la Europa de las naciones (l’Europe des patries) –una idea, señalaba Röpke, articulada por los pensadores europeos modernos, desde Montesquieu a Charles de Gaulle. Esta idea alternativa de Europa, sostenía Röpke, se traducía en un federalismo que enfatizaba la libertad de mercado, la competición a través de las fronteras, y que excluía cualquier tipo de planificación económica centralizada en Europa, precisamente porque la gobernanza fiscal jerárquica de arriba abajo (top-down) era incompatible con una elevada forma de descentralización o de integración política.

Desde este punto de vista, la mayoría de las respuestas que ofrecen los líderes europeos contemporáneos para los problemas fiscales pone de relieve cuánto han perdido de vista uno de los mayores ejes que constituye la fortaleza de Europa: un pluralismo genuino entre los muchos aspectos comunes que han unido a los europeos durante siglos, desde mucho antes incluso de la firma del Tratado de Roma, del año 1957. En verdad, la costumbre actual de la UE de elaborar sus políticas en el nivel de las altas esferas de gobierno y luego someterlas (casi como una especie de epílogo necesario) a la ratificación de los parlamentos nacionales o al sistema de referéndum popular, ayuda a alimentar el disgusto ciudadano respecto de todo el proceso de integración, por no mencionar la crisis de legitimidad que afecta cada vez más a la clase política europea.

Existe, sin embargo, una alternativa: que el proceso de integración europeo sea impulsado principalmente desde abajo hacia arriba (bottom-up). Aquí, el eje del proceso de integración debería retirarse de la política. En su lugar, se debería poner el acento en la acción de los individuos, empresas y emprendimientos comerciales, en un marco de competencia y de inversiones, libre de barreras fronterizas. Los gobiernos deberían, principalmente, limitarse a remover las barreras que impiden la libre circulación de personas, de capital y de bienes a través de los distintos países. Un ejemplo respecto de la forma que podría adquirir esa integración puede observarse en la Asociación de Europea de Libre Comercio (European Free Trade Association – EFTA). Creada en el año 1960, los objetivos de la AELC han girado siempre en torno al libre tráfico de personas, bienes y capital entre los estados que la integran. La AELC nunca pretendió imponer políticas fiscales, sociales o monetarias a sus miembros.

Por supuesto, si la UE se moviera en esa dirección, significaría la presencia de un protagonismo mucho menor por parte de los políticos y burócratas europeos. Esto iría incluso contra los instintos dirigistas que están profundamente arraigados en la clase política europea. Sin embargo, ello permitiría deshacerse de la tendencia propia de las aproximaciones del tipo “una medida sirve para todo”, que tienden a disminuir el espacio para la experimentación política y económica en toda la UE de hoy. En este sentido, una voluntad de explorar diferentes opciones para un escenario post-euro que permita superar la hasta ahora dominante preferencia europea por los sistemas de centralización jerárquica (top-down) en materia de política monetaria y fiscal, significaría un paso en la dirección correcta.

Traducción de Mario Šilar

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